Las Trece Colonias estaban habitadas por 1.300.000 personas. Las diferencias entre la población no eran estamentales, como en Europa, sino raciales. La población blanca conformaba el grupo dominante, y entre ellos las diferencias de riqueza no eran tan grandes como en la sociedad europea. Frente a la población blanca, las 350.000 personas de raza negra eran esclavos, dedicados a trabajar las extensas plantaciones agrícolas del sur. Los indios nativos eran considerados enemigos y estaban excluidos de la sociedad colonial. La revolución americana se originó, sobre todo, debido a una causa política: la población de las trece colonias estaba descontenta ya que aportaban impuestos como cualquier súbdito británico y, sin embargo, no tenían representantes en el Parlamento de Londres, y, por lo tanto, no tenían capacidad de decisión política. Las colonias habían colaborado con Inglaterra en la guerra de los Siete Años contra Francia (1748-1756), y en lugar de ser recompensadas se crearon nuevos impuestos sobre el azúcar y subieron los ya existentes, sobre todo el del papel timbrado, muy utilizado en la época.
Esta situación hizo que desde mediados del siglo XVIII se extendiera la creencia de que no hacía falta seguir bajo la soberanía de Gran Bretaña, y en la década de 1770 provocó actos de protesta, como el Motín del Té de Boston (1773), que supuso la ruptura de las relaciones comerciales con la metrópoli. En 1775 estalló la guerra, y, un año más tarde, se proclamó la Declaración de Independencia, redactada por Thomas Jefferson. Los rebeldes recibieron la ayuda de Francia y, en menor medida, de España. Finalmente los ingleses firmaron la paz de París (1783), por la que reconocían la independencia de las colonias, que pasaron a denominarse Estados Unidos de América. George Washington fue elegido primer presidente de Estados Unidos en 1789.
George Washington prestó juramento como el primer presidente de Estados Unidos el 30 de abril de 1789. Él estuvo a cargo de organizar una fuerza militar efectiva durante la Revolución. Ahora se le encomendaba la tarea de construir un gobierno operante. Washington trabajó con el Congreso para crear los departamentos de Estado, Tesorería, Justicia y Guerra. Los jefes de esos departamentos constituirían el gabinete del presidente y actuarían como sus consejeros. Se estableció una Corte Suprema integrada por un procurador y cinco ministros asociados, así como tres tribunales de circuito y 13 juzgados de distrito. Se desarrollaron políticas para administrar los territorios del Oeste e incorporarlos a la Unión como nuevos estados.
Durante unos 20 años, la joven nación pudo prosperar dentro de una paz relativa. Su política consistía en ser amigable e imparcial con todas las demás naciones. Sin embargo, no era inmune a los acontecimientos políticos de Europa, sobre todo de Gran Bretaña y Francia que estaban en guerra.
La Marina de Guerra Británica capturó barcos estadounidenses que se dirigían a Francia, y la Armada Francesa capturó barcos estadounidenses con destino a Gran Bretaña. Las negociaciones diplomáticas mantuvieron a Estados Unidos al margen de las hostilidades en la década de 1790 y a principios de la siguiente, pero al parecer sólo era cuestión de tiempo para que este país tuviera que defender sus propios intereses. La guerra con Gran Bretaña estalló en 1812. La lucha tuvo lugar sobre todo en los estados del nordeste y en la costa oriental. Una fuerza expedicionaria británica llegó a la nueva capital, establecida en Washington en el Distrito de Columbia, prendió fuego a la residencia del poder ejecutivo –obligando al presidente James Madison a huir– y dejó la ciudad en llamas. No obstante, el ejército y la armada estadounidenses ganaron suficientes batallas decisivas para reclamar la victoria. Al cabo de dos años y medio de combates y con su tesorería exigua a causa de la guerra que libraba por separado contra Francia, Gran Bretaña firmó un tratado de paz con Estados Unidos. La victoria estadounidense puso fin, de una vez por todas, a las esperanzas británicas de restablecer su influencia al sur de la frontera de Canadá.
Cuando la Guerra de 1812 terminó, muchas de las graves dificultades que enfrentaba la nueva república estadounidense ya habían desaparecido. La Unión nacional establecida bajo la Constitución trajo consigo el equilibrio entre la libertad y el orden. Una deuda nacional modesta y un continente en espera de ser explorado ofrecían una perspectiva de paz, prosperidad y progreso social. El acontecimiento más significativo en política exterior fue el pronunciamiento del presidente James Monroe en el cual expresó la solidaridad de Estados Unidos con las naciones de América Latina que acababan de independizarse. La Doctrina Monroe fue una advertencia contra cualquier tentativa europea de colonizar a ese subcontinente. Muchos de los nuevos países, a su vez, expresaron su afinidad política con Estados Unidos y basaron sus propias constituciones en el modelo estadounidense. Estados Unidos duplicó sus dimensiones con la compra del Territorio de Louisiana a Francia en 1803 y de la Florida, comprada a España en 1819. Entre 1816 y 1821 fueron creados seis nuevos estados. Entre 1812 y 1852, la población se triplicó. La magnitud y diversidad de la joven nación desafiaban cualquier generalización simple, pero también invitaban a la contradicción.
Sin embargo, todo este esplendor se vio interrumpido por una guerra civil, que colocaba la nación en una encrucijada de manifestaciones sobre el concepto de libertas, progreso y unidad nacional. A esta guerra civil se le llamó: Guerra de Secesión. La guerra entre el norte y el sur empezó en abril de 1861. Los estados del sur reclamaban el derecho de separarse y habían formado su propia Confederación. Sus fuerzas hicieron los primeros disparos. Los estados del norte, bajo el liderazgo del presidente Lincoln, estaban determinados a contener la rebelión y preservar la Unión.
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